Hace algunas semanas, Irene Hernández Velasco firmaba un excelente reportaje en el diario El Mundo en el que entrevistaba a varios antinatalistas militantes que se han esterilizado, para evitar tener descendencia, convencidos de que la procreación es la mayor de las calamidades.
 
Se conforman con abominar de la procreación, porque son adeptos de esa religión erótica avizorada por Chesterton que, «a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad». Sus adeptos más integristas y furibundos.

Se trata, evidentemente, de una religión nihilista. No sólo por enmascarar su odio al género humano pretendiendo que la vida carece de valor intrínseco; sino también por postular burdos sofismas que delatan un deterioro de la razón lastimoso (pero muy característico de nuestra época).

Los antinatalistas del reportaje repiten como discos rayados que «la vida es sufrimiento»; y que, por lo tanto, al no traer nuevas personas al mundo están actuando benéficamente, pues les están ahorrando dolor.

Pero si fuese verdad que la vida es sufrimiento estos antinatalistas empezarían por suicidarse, pues nadie ama más al prójimo que a sí mismo

Así, suicidándose, no sólo evitarían el sufrimiento de su hipotética descendencia, sino también el propio, mucho menos hipotético (pues se supone que, al afirmar que la vida es sufrimiento, se fundan en su propia experiencia). Pero aceptemos que, aunque estos antinatalistas sufren una barbaridad, no tienen valor para suicidarse, porque les marea la sangre o no les gusta el sabor del cianuro.


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No contentos con ello, lanzan además un reproche sobre quienes osan procrear: «Tener un hijo es un acto egoísta que responde sólo a los intereses de los progenitores», afirman sin rebozo. Pero, suponiendo absurdamente que tener un hijo fuese una cuestión de mero ‘interés’, lo cierto es que ‘interesaría’ a mucha más gente que a sus progenitores.
Interesaría, por ejemplo, a los propios antinatalistas, que (puesto que no se suicidan ni a tiros) algún día querrán cobrar una pensión que esos hijos nacidos de un ‘acto egoísta’ les sufragarán.

También, por cierto, les puede ‘interesar’ a estos antinatalistas tan aferrados a la vida que, llegados a la senectud, alguien les limpie el culo, allá en la residencia de ancianos que podrán pagar más fácilmente que esos progenitores que tuvieron que emplear sus ahorros en la crianza de sus hijos. Y quien entonces les limpie el culo será hijo de alguno de esos progenitores que cometieron el ‘acto egoísta’ de concebirlo, parirlo y criarlo.

Tener un hijo no es un acto interesado, sino más bien –considerando el clima adverso– un acto de generosidad extrema. Y es también, como nos enseñaba Chesterton, «el signo de la libertad personal» más heroico que un hombre y una mujer pueden realizar, en medio de una sociedad capitalista. Pero, ¡oh sorpresa!, resulta que estos antinatalistas también justifican su religión erótica afirmando que «vivimos bajo un capitalismo terrible y despiadado y tener un hijo significa darle un nuevo esclavo al sistema» ? .

Este designio antinatalista del capitalismo lo hallamos en todas las épocas y circunstancias; es, pues, constitutivo de su esencia. Adam Smith solicitó la prohibición de las ‘Leyes de Pobres’ que, al asegurar subsidios a las familias más necesitadas, favorecían que tuviesen hijos. David Ricardo defendió que los salarios debían tender hacia un nivel que apenas cubriese las «necesidades de subsistencia» de los trabajadores, que de este modo se abstendrían de aumentar su prole. Thomas Malthus, por su parte, afirmó sin ambages que el modelo económico capitalista sólo podría sostenerse si se realizaba un «control preventivo» de la población, para lo que recomendaba que los pobres permaneciesen solteros, o que en todo caso se les obligase a «matrimonios tardíos» (exactamente como ocurre hoy). John Stuart Mill, por su parte, afirmó que la doctrina capitalista sólo se podría afianzar si se lograba que la población trabajadora «restringiese voluntariamente su número».